
Existen dos visiones duales de la naturaleza humana que, desde hace dos mil años, compiten entre sí. La primera se basa en la naturaleza individualista del hombre y el cultivo de su interés; la segunda, afirma que el ser humano es altruista por naturaleza y tiene la capacidad de empatizar con sus semejantes.
Lo cierto es que ambos casos están en lo cierto. El ser humano, como todos los seres vivos, tiene un impulso natural a reproducirse, perpetuarse y buscar su prosperidad material. También es cierto que, quizás como mecanismo de adaptación social, tiene la capacidad de ponerse en el lugar de otros seres.
Tradicionalmente, la prosperidad de los individuos siempre se ha visto con desconfianza por parte de la sociedad. Determinadas interpretaciones morales han contribuido a afianzar este sistema de creencias en la mente de millones de personas y durante siglos. El lucro está mal visto, la prosperidad personal también. “Algo malo habrá hecho”, es una frase habitual que se menciona para la gente a quien le va bien en la vida.
El problema que me he encontrado muchas veces en mi vida es que, si una persona está mal, tiene más posibilidades de sentirse confortada si quien está a su alrededor vive en una situación semejante, va a tener esa vibración y, si no toma consciencia de ello, no va a tener incentivos especiales para prosperar. De ahí que ese concepto mal entendido de la solidaridad sea más bien destructivo y negativo para todos.
Lo primero a valorar es que, si queremos que en el mundo no haya pobres, nosotros hemos de empezar por no serlo y, a partir de ahí, quizás podemos tener una idea de cómo dedicar parte de nuestro tiempo a obras sociales para ayudar a otros seres humanos o animales. Conozco a muchas personas con una vida próspera que dedican tiempo a darse a los demás, pero también a otras que, bajo ese pretexto, no atienden bien su vida económica y familiar. De la misma manera que no es bueno pensar que somos el ombligo del mundo, también lo es tener presente que vivimos en una realidad material y que hay que garantizar nuestras necesidades de subsistencia básicas.
Una vez más, vemos aquí un problema de dualidad. Entre el individuo y lo colectivo, lo ideal es no renunciar a ninguna de esas vertientes, puesto que están en nuestra naturaleza, sino integrarlas para vivir en harmonía con ellas.