Cuando hablamos de crecimiento personal, de pocas cosas se habla más que del ego. Este concepto está muy denostado porque, entre otras cosas, no se entiende bien su naturaleza y cómo opera.
Entendemos como ego el conjunto de actitudes que configuran nuestra personalidad y que nos marcarán a la hora de actuar ante una situación. Las edades en las que se acaba de configurar varían en función de la escuela psicológica y oscilan entre los 6 y los 12 años. Este concepto también se puede asociar con la idea de “yo” freudiano. El ego engloba un conjunto de actitudes adquiridas por nuestra infancia y lo normal es que procedan de nuestros padres, abuelos o las personas que hicieron el rol de cuidadores.
De todas formas, la idea es que el ego funciona de manera automática y, si bien nos sirve para actuar ante determinadas situaciones, el problema es que estos mismos automatismos resultan arcaicos cuando llegamos a la edad adulta. Y es muy importante decir que nos encontraremos estas situaciones aunque hayamos recibido una socialización sana por parte de nuestros progenitores. Por lo tanto, el principal problema de las personas que han vivido en la infancia situaciones de abuso, abandono o sobreprotección está, precisamente, en que su ego tiene una capacidad de respuesta limitada.
Muchas personas perciben el ego como un enemigo y, aunque es cierto que nos puede jugar malas pasadas, es un error de planteamiento. Si la idea es rechazar el ego e intentar evitar sus impulsos, lo más probable es que el remedio sea peor que la enfermedad. El primer punto es entender qué nos quiere señalar nuestro ego y de qué manera, pues esta es la forma de evitar caer en los automatismos de siempre. Por este motivo, la comprensión es imprescindible. Una persona puede ser muy valiente y capaz, pero si está dando palos de ciego lo más probable es que acabe sintiéndose frustrada y retraumatizándose.
Ahora bien, aunque podemos entender la teoría muy bien y entenderla, después hay que hacer un esfuerzo para trabajar estas cuestiones y no olvidarlas. Las personas tenemos tendencia a acomodarnos y, por lo tanto, cambiar los hábitos es una cuestión que requiere actividad. Ser conscientes de esta situación y actuar de forma proactiva, pero sin hacer un drama, es fundamental. Somos capaces de ir donde nos propongamos, pero la mayoría de las veces nosotros somos nuestro principal enemigo.
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Francisca
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